Cué es un pequeño pueblo del oriente asturiano que apenas mantiene trescientos habitantes en invierno y que se ha aprovechado de la cercanía de Llanes para reclutar una parte del turismo y repartirlo por los cinco establecimientos de turismo rural (serán ocho el año que viene) que allí funcionan. Sus calles son tan desordenadas como las de cualquier aldea y la notable actividad constructiva está circunscrita a los límites del pueblo en el que la mayor parte de las casas lucen una paleta de colores imposible: rojos y granates, azulones y celestes; varios tonos del ocre al amarillo, combinados en ocasiones con intensos verdes; morados más o menos cargados... El blanco y el gris están, en Cué, en peligro de extinción. «Hace veinte años todo estaba pintado de blanco», explica una mujer, junto a una casa especialmente amarilla, «pero así está más guapo».
Nadie tiene una explicación convincente para esta epidemia que ha teñido de color las casas de media Asturias. Las normas generales del Principado establecen únicamente que las viviendas unifamiliares en el medio rural deberán pintarse con los colores tradicionales de la zona. Pero es evidente que la disciplina con la que se han fiscalizado otros aspectos urbanísticos no ha constreñido la alegría de los asturianos con la brocha.
«Si me lo hubieran permitido, habría pintado la casa de otro color», explica con el ceño fruncido Mónica, responsable de uno de los establecimientos de turismo rural de Cué. Parece una broma en medio del festival de tonalidades que invade el pueblo, pero insiste en que el Ayuntamiento solo les permitió pintar entre blanco y ocre, tal vez para acceder a la categoría de hostelería que ostentan, aunque muchas veces, los bares y restaurantes en el medio rural son precisamente los que adoptan los colores más llamativos.
¿Influencia mediterránea?
«Yo creo que la gente empezó a salir más de Asturias, a ver casas pintadas de colores por sitios del Mediterráneo y pensó ¿por qué yo no?», reflexiona Sofía en su casa de Pola de Lena, que combina el amarillo con apliques de piedra vista. Sobre la ría de Villaviciosa, otra señora recuerda que antiguamente algunas casas tenían las fachadas pintadas en el azulón que hoy se ve por doquier, incluida su propia vivienda, pero José Antonio Cullía, secretario de la Cuota, tampoco aporta explicaciones para la explosión colorista: «Es cierto que antiguamente, revocar la piedra y pintar la fachada era una muestra de estatus. Los ricos podían hacerlo y los pobres no. Hoy, la piedra tiene otro significado y muchas casas la muestran». Es cierto, pero solo hasta una altura de un metro; por encima, fachadas revocadas y pintadas de colores vivos.
Otras teorías recogidas por el camino hablan incluso de remotas tradiciones marineras en las que la pintura sobrante de los barcos se utilizaba para pintar las fachadas. Pero, ciertamente, no se encuentra una versión definitiva que explique el fenómeno más allá de que la frecuencia con que se pintan las casas ha facilitado la expansión del color como un virus que afecta a la mayor parte del territorio.
La mejor respuesta la aportó una hostelera cerca de Covadonga:
No hay comentarios:
Publicar un comentario